lunes, 28 de marzo de 2011

Un pedazo de Bolaño

por Sergio Gómez
Revista Fibra Nº22. Santiago, Agosto de 2004







Un día de 1996 recibí una llamada telefónica desde Barcelona. Al otro lado escuché por primera vez la voz de Roberto Bolaño. El propósito de esa llamada era aceptar la publicación de uno de sus cuentos en el diario donde yo trabajaba, se lo habla pedido cuarenta minutos antes y, al no encontrarlo, amablemente me había devuelto la llamada transoceánica. Después de las frases iniciales de la conversación, que yo recuerdo cortas y directas, me preguntó por teléfono: "¿Y cómo está la literatura chilena?". Por supuesto me confundió, debí tartamudear, no esperaba algo así o, probablemente, no tenía idea cómo responderle. Pregunta extraña, o no tanto si se leen las inquietudes posteriores de Bolaño, su permanente preocupación, la obsesión-Bartleby de Bolaño, que concluía en un desdén bastante ingenuo por la literatura chilena o por una literatura que él creía que, con justa razón, no estaba a la altura de lo que declaraba ser; aunque en realidad ni siquiera esto fuera verdadero porque la literatura chilena, la vilipendiada "nueva narrativa", nunca declaró nada y si lo hizo sólo fue la confusión típica que produce un nonato en sus esténtores finales. Pero Bolaño. o los informantes de Bolaño, que a esa altura se multiplicaban, le aseguraban que por acá el asunto era una completa farsa, orquestada por oscuros brazos o por egos extasiados. En parte tenía razón porque lo que él mismo escribía estaba lejos de lo que se escribía en Chile. Pero tampoco ésta era una acotación demasiado aguda, porque siempre ha sido de ese modo. El resentimiento de Bolaño era antiguo: el país, creía él, le debía, le debía una juventud, el exilio semi voluntario, el reconocimiento tardío, todo eso que se cancelaba con sumisión o, por lo menos, con menos fanfarronería de parte de los escritores locales, que de paso, no se daban por enterados y no podían participar de esta querella simplemente porque nadie pensaba en la literatura chilena como Bolaño lo hacía.

La segunda oportunidad en que nos encontramos fue tal vez tres o cuatro años después. La relacionadora pública de la distribuidora de sus libros nos convocó a almorzar. En realidad no fue un almuerzo planificado, surgió a última hora, no era parte de su plan de actividades. Se trataba de la primera visita de Bolaño a Chile después de 25 años de ausencia, una visita con la que comenzaba a hacer pagar al país esa deuda que creía pendiente. Nos reunimos en un elegante restaurante de calle Rosal, al que él llegó con su mujer y su hijo Lautaro. Desde un comienzo noté un ambiente tenso y, francamente, bastante poco entusiasmo de parte suyo. Mientras comimos, Bolaño habló muy poco, más bien no habló nada, y cuando lo hizo fue para dirigirse a la relacionadora pública. Su mujer, Carolina, en cambio, me pareció alegre y conversadora.

Hacia el final del almuerzo, a la hora del café, el escritor por fin levantó la vista, me miró directamente a los ojos y me hizo una pregunta rotunda que me dejó helado por varias razones, la más importante fue porque era exactamente la misma que había escuchado tres o cuatro años atrás por teléfono, tal vez era la misma oración completa: "¿Cómo está la literatura chilena?". Otra vez, como si cuatro años no fueran nada, no supe que responder, o, peor aun, respondí exactamente lo que mi cerebro limitado podía responder, es decir, que no tenía idea de cómo estaba la literatura chilena, una respuesta cercana a dejarle claro que el verdadero Bartleby, el del "prefiero no hacerlo", era yo.

Desde ese momento preferí creer que Bolaño sufría la obsesión-Bartlebly. La que lo obligaba a hacer la misma pregunta eternamente sin poder controlarse. A pesar de vivir a miles de kilómetros, necesitaba confirmar que la literatura nacional, al menos la que alardeaba de ser la literatura oficial, de éxito exclusivamente local, que se atrevió incluso a asegurar que era "nueva", no era nada más que un fraude que debía denunciarse. La conversación o la no-conversación llegó a su fin en ese momento. Fin del almuerzo. La relacionadora pública pagó la cuenta. Y yo, tal vez porque creí que realmente no había estado a la altura de un almuerzo gratis, me ofrecí a llevarlos a todos en mi automóvil.

Cuando por fin llegamos a su hotel, sin hablar en el trayecto más que del clima, y para no parecer descortés, a pesar de la antipatía mutua, decidí bajar del automóvil y despedirme. Entonces, en una vereda de Providencia le estreché por última vez la mano al escritor. En un gesto que no pude interpretar o simplemente no escuché. Bolaño se despidió de mí con una frase breve, tan sólo farfullada, que me resulto y me resulta en la actualidad ininteligible: la intento reconocer o recordar, pero es imposible. Después de algunos años, después de su muerte, me gusta imaginarme que, como Bartleby, Bolaño ese día, a modo de despedida, volvió a preguntarme: "¿Cómo está la literatura chilena?". A veces me imagino la posible respuesta o creo que la respuesta la tenía desde siempre el propio Bolaño, o, digámoslo de una vez, la respuesta era él. Leer, sobre todo sus cuentos, es preguntar seriamente cómo está la literatura chilena.

Resulta impresentable que hoy se comiencen a separar las aguas con afanes carroñeros de uno u otro bando, para despedazar o hacerse de un pedazo del escritor muerto. Bolaño era un escritor militante, el último de causas idealistas, el último de una generación generosamente idealista, como a él mismo le gustaba definirse, y de pasada definía toda su literatura en una frase acertada, hermosa, contenida, entre tanta sonrisa de medio lado, en sus crónicas reunidas recientemente bajo el título de Entre paréntesis (Anagrama, 2004): "Todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación". Por delante de eso o por detrás se puede entender su calculado menosprecio, su obsesión férrea, su obsesión-Bartleby, aunque el ideal final sea un ideal muerto o, digamos, dormido, como es la literatura chilena.